Hace algunos siglos la mayoría de los científicos y de los religiosos consideraban que la Biblia y la ciencia estaban de acuerdo. En el caso de presentarse algo que pareciera una discrepancia, la Biblia se consideraba más confiable, pero el concepto generalizado era que ambas estaban en armonía.
En tiempos más recientes, gran parte de esa armonía que una vez existió entre la Biblia y los científicos ha desaparecido. A medida que las suposiciones y las interpretaciones erróneas han desacreditado la Biblia (y la religión en general), la gente ha ido confiando más y más en la ciencia y en el razonamiento humano para obtener respuestas a sus incógnitas. Como resultado, la gente por lo general tiene más confianza en la ciencia y en las declaraciones científicas —comprobadas o no— que en la palabra de Dios.
No se requiere más que una breve mirada al mundo que nos rodea para darnos cuenta de que la ciencia en realidad ocupa el lugar preeminente en nuestra sociedad. En comparación, la religión ha sido enérgicamente destronada. La realidad es que la gente dedica muy escaso tiempo a la religión; los afanes de la vida, la tecnología y las diversiones se han confabulado para derribarla de su pedestal.
Mientras que en el pasado lo común era que la Biblia tenía precedencia sobre los descubrimientos científicos, ahora la situación es todo lo contrario. “En el siglo xix surgió lo que ha sido llamado ‘cientificismo’, concepto que mantiene que sólo la ciencia puede abrir la puerta de la verdad y que lo que no sea científico es falso” (James Hitchcock, What Is Secular Humanism? [“¿Qué es el humanismo profano?”], 1982, p. 44). En la actualidad, el académico típico le da más crédito a una teoría o a un texto de biología que a la Biblia.
¿Cuáles son las repercusiones de esta manera de ver las cosas? Una realidad muy significativa es que la ciencia sola no puede ofrecernos una ley o norma moral para decirnos cómo vivir. Al fin y al cabo, lo que nos enseña es que el hombre no es más que un animal y que la ley que rige nuestra existencia es la de la supervivencia del más apto.
Trágicamente, este es el concepto general que hemos visto desde los albores de la historia humana. Aun en tiempos recientes, más de una vez se ha perpetrado el genocidio. Ahora, nuestros logros científicos han hecho que el genocidio sea una posibilidad aún más aterradora. Las armas convencionales, nucleares, químicas y biológicas pueden aniquilar ciudades y hasta naciones enteras.
Cuando la ciencia reemplazó a la iglesia en el templo de los dioses de la humanidad, prometió una utopía de paz, prosperidad y plenitud que la religión no había podido lograr. Pero lamentablemente, ¡la ciencia ha hecho su aporte a los males que ahora amenazan la supervivencia del género humano! El sueño de producir un mundo pacífico se ha convertido en la pesadilla de la contaminación industrial, química y nuclear, entre otras muchas. Aunque es cierto que la tecnología científica nos ha beneficiado en muchos aspectos, la realidad es que también ha contribuido inmensamente a la horrorosa variedad de tensiones nerviosas, enfermedades y temores que nos agobian hoy en día.
Soluciones elementales a los problemas de la humanidad
La Biblia describe los temores infundados como una forma de esclavitud. En ella se nos revela también cómo podemos liberarnos de sentir temor (Hebreos 2:14-15). Se nos dice además que en el verdadero amor no hay temor (1 Juan 4:18). En el libro de los Salmos podemos ver cómo el rey David y otros siervos de Dios le pedían que los librara de sus angustias o temores: “Al Eterno clamé estando en angustia, y él me respondió” (Salmos 120:1; ver también 18:6; 34:4).
La Biblia nos muestra muchos ejemplos de personas que en sus momentos de inquietud frente a la muerte o algún otro tipo de aflicción recurrieron a las Escrituras y encontraron el consuelo y fortaleza que necesitaban. La Biblia es un libro práctico, y tiene que ver con nuestras debilidades y necesidades más apremiantes.
Las Escrituras proporcionan soluciones a los problemas más graves. En las páginas anteriores ya hemos visto ejemplos de la historicidad y exactitud de la Biblia. Pero ¿qué de su instrucción, la cual, si la seguimos, afecta nuestra vida diaria? ¿Cómo sabemos que la información que se encuentra en las páginas de la Biblia es verdad? ¿Debemos aceptarla o creerla sólo por fe?
Ciertamente la Biblia debe ser entendida y aceptada por fe; no obstante, esa no es una fe ciega o simplista. Dios no exige de un suicidio intelectual para poder creer lo que dice. Cuando se entienden correctamente, las Escrituras son lógicas y razonables. En este folleto hemos examinado ejemplos concretos de la veracidad de la Biblia, y existen muchos libros de consulta que proporcionan otras pruebas en forma más detallada. Creer en la veracidad de las Escrituras no exige una fe ciega; puede basarse firmemente en hechos debidamente comprobados.
La Biblia no es un libro de ciencias, pero el hecho es que contiene verdad científica; en otras palabras, es científicamente exacta. Es triste ver cómo muchas personas han llegado a pensar que la Biblia y la ciencia se contradicen. Aunque en ocasiones parece que no concuerdan, si examinamos cuidadosamente los hechos antes de sacar conclusiones veremos que los descubrimientos científicos frecuentemente confirman la veracidad de la Biblia. Otra cosa que debemos tener presente es que la ciencia misma está muy lejos de ser perfecta; no es extraño oír que nuevos descubrimientos modifican y en ciertos casos hasta derriban conceptos que previamente se consideraban como hechos científicos.
Un análisis cuidadoso de los hechos muestra que las Sagradas Escrituras proclaman e imparten conocimientos que el hombre, por medio de su investigación científica, sólo recientemente ha descubierto. Este conocimiento es elemental, pero habría mejorado grandemente la vida de la humanidad si se hubiera entendido y aplicado correctamente. Consideremos ahora algunas verdades que fueron consignadas en la Biblia desde hace miles de años, pero que sólo recientemente fueron redescubiertas y confirmadas como hechos científicos.
La sanidad y la medicina
Aunque la Biblia contiene relativamente poca información relacionada con la sanidad y la medicina, nos proporciona una guía sabia que la mayoría de las personas dan por sentada. La base de una buena salud es un código sanitario adecuado. La Biblia revela las bases de ese código en el libro de Levítico. Este libro “tiene que ver con la higiene pública, el abastecimiento de agua, la eliminación de aguas residuales, la inspección y selección de comida, y el control sobre enfermedades infecciosas” ( New Bible Dictionary [“Nuevo diccionario bíblico”], 1996, artículo “Salud, enfermedad y sanidad”). Aunque ahora damos por sentado este conocimiento, los científicos no entendieron ni aceptaron estos principios hasta en siglos recientes.
La mayoría de estos principios no se tomaban en cuenta en Europa durante la Edad Media. ¿Por qué? En gran parte porque la Biblia no era un libro fácil de adquirir. Los resultados de que tan poca gente tuviera este conocimiento bíblico fueron catastróficos. La espantosa peste negra de la Edad Media se propagó debido a las deplorables condiciones sanitarias que existían en Europa en esa época. La primera plaga apareció en 1347 “cuando una flota genovesa que retornaba del Oriente hizo escala en la bahía de Mesina; todos los miembros de la tripulación estaban muriendo o ya habían muerto de una peste causada por una combinación de cepas bubónica, pulmónica y septicémica de la plaga” (William Manchester, A World Lit Only by Fire [“Un mundo alumbrado sólo por fuego”], 1993, p. 34). Se calcula que las plagas de ese siglo causaron la muerte de hasta la cuarta parte de la población del continente.
La plaga revivió periódicamente durante varios siglos. Durante la Edad Media era común en las ciudades dejar que la basura y las aguas residuales se acumularan en las calles. Toda esta inmundicia era una fuente abundante de comida para una creciente población de ratas, en las cuales se criaban las pulgas que llevaban los organismos que causaban la plaga. La gente que ponía en práctica las medidas sanitarias mencionadas en la Biblia no fue afectada tan gravemente. Por ejemplo, la población judía, que en ese tiempo estaba más familiarizada con las Escrituras, sufrió mucho menos debido a que practicaba los principios bíblicos de la limpieza. Algo que fue de mucho beneficio para los judíos fue la práctica de poner en cuarentena a los que sospechaban que habían sido infectados con la enfermedad.
De hecho, “el origen de la palabra cuarentena es el uso judío del período de 40 días de segregación de pacientes con ciertas enfermedades . . . [Fue] adoptado por los italianos en el siglo xiv debido a la relativa inmunidad de los judíos a ciertas plagas . . . La perspectiva bíblica sobre el enfermo, y sobre la salud en general . . . está quizá más al día que lo que generalmente se cree” ( New Bible Dictionary [“Nuevo diccionario bíblico”], artículo “Salud, enfermedad y sanidad”).
Si la gente hubiera conocido y puesto en práctica los principios bíblicos de salud pública cuando la peste negra atacó, la epidemia habría podido ser controlada o eliminada. Sin lugar a dudas, el número de muertos habría sido sólo una fracción de lo que fue; cientos de miles de vidas podrían haber sido salvadas.
En la Biblia encontramos otras medidas prácticas para la salud. Por ejemplo, nos muestra una forma en que puede ser tratada una herida. En el relato del buen samaritano se nos dice que éste aplicó vino y aceite a las heridas de la víctima, y luego las vendó para protegerlas mientras sanaban (Lucas 10:34). El vino sirvió como desinfectante y el aceite de oliva como ungüento sedante.
“El aceite de oliva tiene ciertas cualidades curativas y aún se usa en la medicina moderna” ( The International Standard Bible Encyclopedia [“Enciclopedia internacional general de la Biblia”], 1986, artículo “Aceite”). La mezcla de vino y aceite produjo un desinfectante con el que el samaritano trató al herido. Por siglos estos métodos fueron olvidados en gran parte, hasta que fueron redescubiertos en tiempos más recientes.
Si se hubieran conocido y utilizado tales métodos aun tan recientemente como en la guerra civil de los Estados Unidos (1860-1865), el grado de mortandad habría sido mucho menor. En esa guerra “más de la mitad de los hombres que perecieron no fueron muertos en combate; simplemente murieron de enfermedades que contrajeron en los campamentos: tifoidea, pulmonía, disentería y enfermedades infantiles como sarampión y varicela”. Miles murieron a consecuencia de heridas relativamente menores que se les infectaron. “No se sabía nada acerca de cómo y por qué se infectaban las heridas . . . Fue asombroso el número de hombres que sencillamente se enfermaron y murieron, o que sufrieron algún rasguño o cortada leve y luego no podían hacer nada para evitar la infección” (Bruce Catton, Reflections on the Civil War [“Reflexiones acerca de la guerra civil norteamericana”], 1982, p. 43).
Muchos otros ejemplos corroboran la veracidad de los principios bíblicos consignados hace miles de años. En Proverbios 17:22 se nos dice: “El corazón alegre constituye buen remedio; mas el espíritu triste seca los huesos”. La investigación científica confirma que por lo general una actitud optimista y alegre favorece la salud. Según un estudio llevado a cabo durante 27 años por la Universidad Duke, “la gente que sentía . . . desesperación, poco amor propio, falta de motivación . . . estaba un 70 por ciento más propensa a sufrir un infarto cardíaco” (periódico Portland Oregonian , 20 de junio de 1996). Otras investigaciones han revelado que la hostilidad prolongada es un factor que contribuye grandemente a los infartos cardíacos.
Hombres de Dios y de la ciencia
La verdadera ciencia y la Biblia no se contraponen. No es necesario que los defensores de una y otra libren batallas prolongadas e inútiles. Las investigaciones realizadas con imparcialidad demuestran que la ciencia y la Biblia se complementan mutuamente, como lo confirman los ejemplos que hemos mencionado en este folleto.
La humanidad necesita tanto la Biblia como la ciencia. Como humanos, podemos descubrir ciertas verdades sólo por medio de la fuente de revelación divina, la Biblia. Pero también debemos estudiar para aumentar nuestros conocimientos científicos, procurando siempre mejorar nuestra vida y entender mejor el mundo en que vivimos.
Algunos científicos y teólogos han reconocido que estas dos disciplinas no están en oposición. Hace algunos siglos, cuando la ciencia moderna aún se encontraba en su infancia y antes de que algunos de sus celosos defensores le declararan la guerra a la Biblia, muchos hombres sensatos reconocieron el valor de ambas. En ese tiempo “los defensores de la investigación científica con frecuencia aseguraban que Dios se había revelado a sí mismo en dos libros: el libro de sus palabras (la Biblia) y el libro de sus obras (la naturaleza). Como uno tenía la obligación de estudiar el primero, así también tenía la obligación de estudiar el segundo” ( John Hedley Brooke, Science and Religion: Some Historical Perspectives [“La ciencia y la religión: Algunas perspectivas históricas”], 1995, p. 22).
El estudio de uno —la Biblia— es esencial. El estudio del otro es provechoso. Los siervos de Dios siempre han magnificado primero la palabra de Dios, y nunca han temido a la ciencia. Han reconocido que la creación física y la existencia de las leyes que la rigen son prueba contundente de la obra de Dios.
Salomón, rey de Israel, fue un hombre muy sabio. La Biblia habla de él como un hombre que tenía gran interés y entendimiento en las disciplinas científicas. Salomón entendía el movimiento de los vientos alrededor de la tierra y el ciclo hidrológico que causa la lluvia (Eclesiastés 1:6-7). Fue horticultor y plantó grandes viñas, huertos, jardines y árboles frutales de todo tipo (Eclesiastés 2:4-5). También conocía la botánica y la zoología, y entendía acerca de plantas, animales, aves, insectos y peces (1 Reyes 4:33). Era conocedor de la sicología, la sociología y las relaciones humanas, como lo demuestra el libro de los Proverbios.
Pero Salomón finalmente se dio cuenta de que todo este conocimiento material y físico no le traía la satisfacción que buscaba; su vida se había vuelto vacía. Su dedicación al conocimiento científico, sin darle la importancia debida al conocimiento y entendimiento espirituales de Dios, lo había dejado decepcionado y sin propósito en la vida (Eclesiastés 1:16-18). Después de mucho meditar, llegó a la conclusión de que el hombre debe poner en primer lugar a Dios: “El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre. Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala” (Eclesiastés 12:13-14).
Moisés y Daniel
Moisés es otro ejemplo de un conocedor de las ciencias físicas que había sido bendecido con entendimiento espiritual. Él recibió formación “en toda la sabiduría de los egipcios” (Hechos de los Apóstoles 7:22). Con la guía de Dios, pudo distinguir entre lo bueno y lo malo, e indudablemente su educación le fue de gran beneficio cuando Dios lo llamó para que guiara a sus hermanos los israelitas a salir de la esclavitud y para gobernar a la nueva nación.
Otro siervo de Dios, el profeta Daniel, fue un estudiante brillante que recibió educación en “las letras y la lengua de los caldeos” (Daniel 1:4). En el tiempo de Daniel, Babilonia dominaba gran parte del mundo y su conocimiento científico estaba muy avanzado, particularmente la astronomía.
Al parecer, Daniel no vio ninguna contraposición entre las verdades científicas que los babilonios habían descubierto y el conocimiento que él tenía de Dios desde su juventud. De hecho, él prosperó sirviendo en puestos de alta jerarquía a los gobernantes de Babilonia y Persia. La educación de Daniel no disminuyó en lo más mínimo su fe en Dios. Sabía que la palabra de Dios era verdad e inviolable, y en sus escritos no señaló ningún conflicto entre el conocimiento científico y las Escrituras.
Nosotros debemos estudiar las Escrituras, porque nos “pueden hacer sabios para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 3:15-16). Pero a medida que lo permitan el tiempo, el deseo y las oportunidades, conviene estudiar las ciencias físicas también. Al hacer esto seremos capaces de apreciar más profundamente la obra del Creador de todo lo que existe.
El apóstol Pablo entendía que el hombre puede aprender mucho acerca de su Creador con sólo observar la creación: “Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:20).
Como lo expresó el periódico The Wall Street Journal en su edición del 10 de octubre de 1994: “Si un conocimiento superficial de la ciencia lo aparta a uno de Dios, un estudio amplio de la ciencia lo trae de regreso”.
Cuando la Biblia y la ciencia parecen discrepar
¿Qué debemos hacer cuando, al parecer, la Biblia y la ciencia no concuerdan?
En los últimos siglos, la naturaleza inquisitiva del hombre, combinada con su habilidad para analizar y transmitir lo que ha aprendido, ha dado como resultado un tremendo aumento del saber. Por asombroso que parezca, siglos antes de que nuestros adelantos científicos y tecnológicos pudieran haber sido imaginados, la Biblia predijo esta explosión del conocimiento como una de las características de la sociedad moderna (Daniel 12:4).
En la actualidad hay gente que piensa que los conocimientos recientemente adquiridos no concuerdan con la Biblia, particularmente en los campos de la biología, la antropología, la geología y la astronomía. Y es precisamente este concepto —de que la ciencia contradice las Escrituras— lo que ha llevado a muchos a dudar de la veracidad y autoridad de la Biblia.
A primera vista notamos lo que parece ser un choque entre la revelación y la ciencia, y podemos llegar a creer que tenemos que decidir entre las pruebas científicas y las afirmaciones de las Escrituras. Este dilema puede causarnos angustia, pero la Biblia nos exhorta a buscar las respuestas, a examinar todos los hechos antes de que saquemos conclusiones (Proverbios 18:13; 1‑Tesalonicenses 5:21).
En este folleto analizamos algunas de las supuestas contradicciones. La realidad es que el verdadero conocimiento científico no contradice la Biblia, ni la Biblia contradice los descubrimientos científicos comprobados.
Aunque la Palabra de Dios nos exhorta a descubrir y aprender la verdad, también nos anima a mantener una mente abierta. Mucha gente supone que la Biblia dice ciertas cosas que en realidad no dice. Otros mantienen una actitud negativa en contra de las Escrituras porque suponen que existe una multitud de pruebas que contradicen el texto bíblico.
Tristemente, para esa gente sería muy difícil examinar la Biblia con imparcialidad. Pero lo que ellos debieran hacer es seguir el ejemplo de ciertas personas nobles y ecuánimes de quienes se nos habla en Hechos de los Apóstoles 17:10-12: “Éstos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así”.
Esperamos que usted igualmente investigue, que busque la verdad y examine las pruebas para ver si la Biblia es realmente lo que dice ser: la Palabra de Dios.